El Señor H se desierta en un mundo absurdo y sin sentido. ¿Cómo acabó allí? ¿Cómo va a salir? Una puerta roja le va a mostrar el camino a seguir.
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Espacio oscuro e infinito. En un sofá descansa nuestro protagonista, el Señor H. Este cómodo asiento era color azul oscuro, con un diseño alargado y de líneas limpias. Tapizado en terciopelo, resalta su tono profundo. Los cojines firmes y los reposabrazos delgados completan su aire sofisticado y acogedor. Dormido y desparramado en el sofá, babea plácidamente sin enterarse de dónde se encuentra. En su uniforme universitario de tonos claros, un sendero de saliva mojaba la ropa por donde pasaba. Apuntando al cielo, su boca producía esa acuosidad que se dividía en distintas vías que iban humedeciendo las prendas del Señor H. Desde su origen hasta los tobillos, la baba había cubierto parcialmente su cuidado traje. Aunque para cualquier otro el tacto pegajoso y resbaladizo de la saliva le hubiera despertado, para el joven no era nada. Este se encontraba en un estado de casi en coma, sin poder percibir lo que pasaba a su alrededor. Inmerso en su sueño, carecía de imágenes, tenía la mente en blanco.
Esa era la situación, hasta que el Señor H por fin despertó. Dando un pequeño bote, el estudiante se recompuso, mirando preocupado a su alrededor. Su reacción parecía natural, pero su asombro sería genuino. Una negritud nunca antes vista por el Señor H se clavaría en sus ojos. Por un momento, pensó que estaba boca arriba mirando el cielo nocturno, pero no era así. Todo estaba oscuro, menos donde se hallaba. Su mano acarició el sofá con cariño, y al girar la cabeza, se quedó embobado con una lámpara de pie color amarillento. Esta tendría una base delgada, de metal dorado, y su pantalla de un tono amarillo pálido con una forma cilíndrica. Sentía una especie de nostalgia por dichos objetos.
Sin embargo, el chico ignoraba lo que en apenas segundos le causaría un malestar inmensurable: —¡Estoy completamente empapado de babas! —exclamó. Horrorizado por estropear su traje, se levantó, mirando fijamente todo lo estropeado. En su cabeza no le encontraba sentido a lo ocurrido. ¿Podía él generar tanta saliva? ¿Por qué no se despertó antes? Dichas cuestiones nublaban la vista de nuestro protagonista, que ni siquiera sabía qué lugar era este.
Mirando de nuevo a su alrededor, ahora para encontrar una forma de solucionar su problema con el uniforme, al mirar de nuevo hacia abajo, desapareció todo rastro de desperdicio. Su ropa estaba completamente seca. Sorprendido, empezó a tocar las prendas con las manos abiertas de par en par. La palma de su mano chocaba con la ropa, y sus dedos estrujaban la tela. Parecía que todo había pasado. Para el Señor H, fue un alivio, pero al mismo tiempo le generaba aún más dudas. Sin embargo, no era tiempo para responderlas, primero tenía que entender el mundo donde estaba. No era nada que hubiera visto antes. El suelo era un conjunto de baldosas cuadradas de colores blanco y negro, como si de un tablero de ajedrez se tratara. Dichas baldosas flotaban en ese inmenso vacío. Al acercarse al borde, el Señor H podía ver esa infinita caída que ni quería preguntarse cuál sería su destino.
A lo lejos, nuestro protagonista podía ver como otros objetos cotidianos flotaban en este espacio caótico. Zapatos, sillas, balones, entre otros cuerpos inanimados, aparecían en el entorno. Cerca para presenciarlos, pero lejos para interactuar con ellos, el Señor H miraba con desconcierto algunos objetos que tenían relación con él, al mismo tiempo que de otros que no. —Esa libreta… Yo la tengo, la uso para mis apuntes. Aunque hay muchas de ellas, ¿será realmente mi cuaderno? —especulaba en voz alta. Toda esa situación abrumaba a nuestro protagonista. ¿Por qué está en ese lugar? ¿Cómo llegó a él? La cabeza del Señor H solo almacenaba misterios que verdaderamente no quería averiguar, tan solo quería salir de esta pesadilla.
Entonces el Señor H giró su cuerpo, y tras él, se encontraba una puerta. Él juró no haber visto ninguna puerta en ningún momento, pero ahora, había una frente a sus ojos. La puerta parecía incrustada en una especie de pared blanca que tan solo rodeaba dicho elemento, siendo unos simples ladrillos flotantes, como todo en ese lugar. La puerta era de madera, completamente lisa. Pareciera que la acababan de construir. Medía unos tres metros de altura y un metro de anchura. Extrañas medidas para una puerta. Su estilo minimalista, con líneas rectas, no transmitía nada. Solo se podía presenciar su color rojo chillón que intimidaba a nuestro protagonista.
Decidido a entrar (pero con dudas), el Señor H tocó el pomo de metal de acabado sencillo con su mano, girándolo con cuidado, hasta esconder el resbalón. Con ilusiones, empujó la puerta hacia adelante, deseando que volviera al mundo normal. Sin embargo, lo que se encontró fue una habitación. Esta vez era un espacio cerrado. Este parecía un consultorio médico. El Señor H estaba convencido de que esto se trataba de un sueño, uno muy bizarro.
La habitación, como la puerta, era sencilla y funcional. Esta tenía paredes en tonos claros y una iluminación brillante. Colgados, varios cuadros ambientaban la sala, pero estos estaban del revés. Sujetados por distintas cuerdas que envolvían los clavos colocados en las paredes, estos colgaban hacia arriba, ignorando la gravedad. Dichos cuadros eran completamente distintos el uno del otro. Desde pinturas, dibujos que parecían hechos por un niño pequeño, fotografías e incluso lienzos en blanco. En una esquina, había una planta desconocida para el estudiante parecida a una enredadera de tono carmesí, pero esta se sostenía sola. En otra esquina, se encontraba un pequeño escritorio con una ancha silla para el médico y otra excesivamente pequeña para el paciente, junto con estanterías y archivadores para historiales clínicos. Pero lo que más llamó la atención a nuestro protagonista fue una camilla de cuero, de un tono de verde apagado y algo desgastado. Esta estaba en el centro de la habitación junto a un carro metálico con instrumental.
Sin embargo, había otros dos elementos que despertaron interés en el Señor H: dos puertas más. Estas estaban situadas en la pared que tenía enfrente. Eran del mismo estilo que por la que cruzó, solo que estaban teñidas de otros colores. La puerta de la izquierda era amarilla, mientras que la de la derecha, azul. El Señor H, curioso, se adentró a la habitación, pero se asustó al sentir como la puerta roja se volvía a cerrar. Nervioso, volteó e intentó abrir de nuevo la puerta. Pero era demasiado tarde, daba igual las veces que girase el reluciente pomo, la puerta no volvería a abrirse.
Su desesperación tomaría un rumbo completamente distinto, cuando el sonido de una puerta abriéndose se escucha tras él. De la puerta, entra un individuo de lo más peculiar. Este era un hombre con proporciones horrendas. Cabeza exageradamente grande y cuerpo algo rechoncho, curvado y pequeño, a comparación de nuestro protagonista. Su rostro era desagradable. Su mirada cansada se clavaba fijamente en cualquier cosa que mirase, pero su gran sonrisa macabra desconcertaba a cualquiera. Labios secos de un rosa que se tornaba morado y grandes dientes con un color amarillento adquirido por la dejadez. Lo más destacable de su cara era su gran y curvada nariz, similar a la de un tucán. De sus fosas, sobresalían algunos pelos oscuros, como el de sus pobladas cejas, barba de tres días y corto pelo con prominentes entradas. A juzgar por su vestimenta, podía intuirse que era doctor. Abotonada hasta su oculto cuello, lucía una bata blanca repleta de bolsillos. Era tan larga, que casi llegaba al suelo. De sus mangas asomaban sus arrugadas manos de gruesos dedos y minúsculas uñas.
El Señor H no supo cómo reaccionar ante la presencia de tal ser y se quedó inmóvil, mirando al pequeño hombre. Al contrario del estudiante, el sonriente doctor agarró una carpeta y un bolígrafo de la mesa y leyó en voz alta: —¡Señor H! Supongo que eres tú mi paciente. Vamos a charlotear, la lengua te voy a desentrañar. —el estudiante no entendía nada. La forma de hablar del doctor era aparentemente incoherente, pero despertaba la curiosidad del joven. Aun sin saber si es una amenaza o no, y a pesar de su escabrosa apariencia, empezó a hablar con el sujeto. —¡Sí! Soy H, ¿quién eres? —preguntó. —Soy tu doctor. Tengo un banco de jurelillos nadando en mis calzoncillos ahora mismo. Vamos allá. —contestó el enano.
Entonces ambos conversaron por unos instantes. El doctor le preguntó por su tardanza, el Señor H no tenía ni idea de qué hablaba. También le preguntó si tenía hongos en los pies, a lo que nuestro protagonista se defendió afirmando que ya no los tenía. Mientras hacía preguntas aleatorias, el hombre iba apuntando en un papel. El Señor H no podía verlo, pero intuía que lo que estaba escribiendo no podían ser palabras, sino algún tipo de garabato. El universitario lo dejó pasar y atendió a lo que el doctor estaba a punto de decirle: —Muy bien, siéntate en la silla. Te hará cosquillas en el cerebro. —exigió dejando la carpeta y el bolígrafo en el escritorio. El chico, esperando que esta absurda situación pasase para así poder salir de ese lugar, se tumbó en la vieja camilla.
Al tumbarse, esta accionó y dejó al Señor H en una posición completamente horizontal. En un primer instante, se asustó, pero después experimentó algo que no pensó que sentiría jamás. La camilla desprendía un característico olor, pero este no podía calificarse con ningún otro aroma. Lo que entraba en la nariz de nuestro protagonista, era sonido. Ese olor sonaba a un órgano animado, le estrujaba la mente, pero le apaciguaba. No es que el Señor H pudiera escuchar a partir de aspirar el aire, sino que olía esas partituras. El aire era frío, pero calentaba todo su cuerpo. Una frescura calurosa.
Embobado por el extraño efecto de la camilla, no se dio cuenta de lo que estaba por venir. De la nada, de los reposabrazos y del pie de la camilla salieron cuatro cintas que capturaron muñecas y tobillos del Señor H. El estudiante volvió a la realidad. Se sentía en peligro, estaba atrapado. De golpe, empieza a notar una humedad y ligeros movimientos por parte de las cintas que lo reprimían. Resultaba ser que dichas cintas no eran para nada eso, sino lenguas. Unas gruesas y carnosas lenguas estaban evitando la movilidad de nuestro protagonista. El sonido carnoso por la natural impregnación de las lenguas asqueaban e incomodaban al universitario.
El doctor, ahora cerca del Señor H, lo miraba con deseo, manteniendo esa siniestra sonrisa que oponía a esos enfermizos ojos. Este le dijo: —¡Perfectísimo! Ahora vamos a hacerte un pequeño chequeo, no será mucho. —afirmó. Con normalidad, el doctor agarró su estetoscopio para revisar los latidos del corazón de su paciente. Con gracia, empezó a pasar la cabeza de su instrumento por el pecho del Señor H, acompañado de varias expresiones faciales. El doctor ya no sonreía, ahora estaba completamente concentrado, sumergido en los latidos. Por alguna razón, el estudiante también podía escucharlos. Sonaban fuertes y descontrolados, debido a la alteración del chico. Después de escuchar los latidos de su corazón, dirigió la cabeza del estetoscopio hacia la frente del paciente. Una vez colocado, empezó a escuchar unos latidos provenientes de su cerebro. Estos lentamente empezaron a seguir la melodía del olor que sentía el Señor H. Ahora era audible, sonaba a toda potencia. A nuestro protagonista le llegaron a molestar esos latidos, su cara lo delataba. Fue entonces que el doctor le vio y lo entendió. —Disculpa, creo que tengo el volumen muy alto. Es que me encanta escuchar estas cosas. —dijo el cabezón. Tras sus disculpas, este bajó ligeramente una pequeña palanca situada en su ojiva derecha. Había otra palanca del mismo tamaño en la ojiva izquierda.
Al accionar la palanca, el volumen disminuyó. El doctor se encontraba fascinado por la melodía, la estaba disfrutando. Eso podía verse por el retorno de su sonrisa y algunos sonidos de emoción al escucharlo. Al acabar, se quitó el estetoscopio y lo dejó junto a los otros instrumentos del carro. Volviendo a una expresión seria, carraspeó su garganta para afirmar lo siguiente: —En efecto, hay que hacerte la “Cirugía del Tulipán”. —el Señor H le miró con terror. Alterado, se negó a hacerse cualquier cirugía, no confiaba en ese hombre de aspecto bruto y amenazante. Pero el doctor afirmó que no debía tener miedo, que ni siquiera habría un corte. El universitario guardó silencio y tragó saliva.
El encorvado hombre giró su cuerpo hacia el carro médico. En él, aparte de tener varios utensilios, también había una especie de panel con varios botones esféricos. El chico estaba seguro de que dicho aparato no estaba anteriormente. De la parte trasera de ese panel, un grupo de gruesos cables recorrían el suelo en distintas direcciones, aunque su destino era desconocido, ya que varios de ellos se dirigían al techo. Un techo extraño, ya que no había fondo. El Señor H solo podía ver oscuridad, y los grandes destellos de luz que iluminaban la habitación. Mientras nuestro protagonista presencia la rareza del ambiente, el doctor oprimió uno de los bizarros botones, iluminado por una tenue luz azul.
De ese infinito techo, un sonido maquinal empezó a reproducirse y a acercarse cada vez más. De la nada, entre la oscuridad, podía verse cómo descendía un aparato. A simple vista, no podía ser identificado con precisión. Era una columna metálica, tal vez un brazo mecánico, que llevaba consigo un disonante objeto en su punta. Ese misterioso aparato era de un color rosa oscuro, con una forma peculiar que recordaba a un imán de herradura. Este, después de unos segundos, dejó de descender. A una distancia considerable de la entrepierna de nuestro protagonista, la máquina ya no producía un sonido industrial, sino uno magnético proveniente del imán. En ese momento, el Señor H empezó a sentir una fuerza que tiraba de sus pantalones. La prenda, con fuerza se intentaba elevar, fruto de los efectos desconocidos del aparato. Nervioso, el joven intentaba mover ligeramente las piernas para evitar cualquier catástrofe, fallando en el intento. Sin poder hacer nada, los pantalones del estudiante se desgarraron y todos sus trozos se dirigieron directamente a ambas puntas del imán. El Señor H se hallaba completamente desnudo de cintura para abajo, a excepción de su calzado.
A primera instancia, al universitario se le paró el corazón por la pérdida de sus preciados pantalones. Le carcomía más ver esos caros pantalones rotos, que su desnudez. Mientras intentaba soltarse de las fuertes lenguas que le mantenían atrapado, ya era demasiado tarde para él, el aparato volvió a ascender y desaparecer entre la oscuridad junto a su ropa. Aunque en ese momento, había un elefante en la habitación que el joven no lograba ver. —Ya veo… —dijo el doctor, mirando entre las piernas del Señor H. El estudiante se alertó por lo que podía pasar ahora que estaba expuesto, así que levantó su cuerpo lo más que pudo, e inclinó su cuello hacia adelante. A punto de llamar la atención del doctor para que dejara de observar sus genitales, se dio cuenta de que entre sus piernas, dichas partes se ausentaban. Lo que iba a ser una situación incómoda, se tornó en el suceso más aterrador en la vida del Señor H.
Entre gritos y exigencias de parte del joven, el doctor solo se limitaba a mirarlo algo molesto, se sentía atacado. Acusó al hombre de haberle robado el pene, decía que la máquina seguro se lo había llevado junto a sus pantalones. El enano seguía sintiéndose incómodo por las hirientes palabras de su paciente, pero tras acabar, volvió a sonreír como si nada. —Fuera de este sitio, están en su lugar. Pero dentro de esta cabecita, crees que se acaban de fugar. Yo no robé nada, si no, no entrarías en la sala. Ahora déjame continuar, la operación debo acabar. ¡Primer paso completado!
Aunque a punto de perder la cordura, nuestro protagonista quiso guardar la calma y ver si el doctor tenía razón. Pero entonces, otro evento desconcertante estaba avecinando. Dando un paso atrás y girando su cuerpo, el doctor cargaba fuerza con su brazo izquierdo. El Señor H volvía a no entender lo que estaba haciendo. ¿Quería golpearlo? No podía ser, tenía la mano completamente abierta. ¿Estaba haciendo estiramientos? Podría ser, era alguien peculiar. Independientemente de las diversas preguntas que brotaban en la embrollada mente del Señor H, el doctor estaba a punto de proceder con el segundo paso de la “Cirugía del Tulipán”.
A gran velocidad, el doctor impactó su mano sobre la entrepierna del Señor H. Fue tan fuerte el golpe, que la mano del doctor estaba hundida en su pubis. Nuestro protagonista estaba horrorizado, pero la situación empeoró cuando sintió un pequeño pellizco en su piel. Tras esa molestia, el doctor sacó su mano, estirando un trozo de piel que se hallaba entre su pulgar e índice. Lo que había pellizcado, ahora lo estiraba con fuerza. El señor H gritaba por el dolor y el desconcierto, pero el macabro hombre le ignoró, y tras tensar su piel, la dejó de golpe. La piel volvió a su origen, rebotando contra el pubis del joven, pero este trozo de carne no volvió a su lugar, sino que se creó un pequeño y flácido apéndice.
—Hoy estamos que nos bordamos. Segundo paso hecho, ¡esto es un hecho! —dijo alegre el extraño doctor. El estudiante cada vez entendía menos a ese hombre, pero menos aún lo que le acababa de hacer. Mirando de nuevo hacia abajo, pudo ver ese triste tentáculo que asomaba de su entrepierna. No quiso pensarlo mucho, pero sabía perfectamente lo que eso significaba. El chico estaba conmovido, pero no en el mejor sentido, hasta que volvió a dar un salto de dolor. Esta vez, el doctor se encontraba de nuevo en su entrepierna, con una aguja algo gruesa en la mano. Resulta que le había pinchado en la punta del anexo de carne, para crear un orificio. Según él, es necesario, ya que “de alguna forma se tiene que hinchar”. Aunque lo que añadiría luego, fue de lo más desconcertante: —Este proceso, con una mancha realizo, pero está rota, ya te lo digo. Manualmente se debe operar, soplar ahí es una necesidad. —el joven se horrorizó.
Aunque la forma de hablar del doctor fuera extraña, el universitario pudo intuir lo que quería hacer. La camilla se inclinó ligeramente, dejando al Señor H casi en vertical. También, la parte donde reposaban las piernas se abrió, creando un pequeño camino libre hacia su entrepierna. Dicha camilla era controlada por el doctor, desde el panel de botones. El joven estaba desconcertado, ahora se encontraba sentado y con las rodillas flexionadas, como si de la consulta del urólogo se tratara, solo que aún se hallaba prisionero.
Una vez colocado, el doctor se dispuso a acercarse al chico para “hinchar su apéndice”. Pero el Señor H gritó como nunca: —¡Aléjate! ¡Loco de mierda! ¡No voy a permitir que me soples la polla, ni de coña! —el doctor borró su sonrisa de su rostro. A decir verdad, ahora el hombre lucía algo triste. Tras el enfado, hasta nuestro protagonista se sintió algo mal por sus palabras. Pero el doctor lo entendía, tal vez le resultaba incómodo y no era del agrado de su paciente, así que decidido, pulsó otro de los botones esféricos de su panel. Este desprendía también una luz tenue, esta era de color rosa.
Como ocurrió tras pulsar el botón azul, otro sonido mecánico retumbaba la sala. Lo que estaba por bajar del misterioso techo, se situaba delante de nuestro protagonista, pero lejos de él. De entre las sombras, ahora descendía una especie de cápsula de gran tamaño bastante oxidada. Esta contenía una puerta con una pequeña ventana circular sellada. El cristal estaba tan sucio, que nadie podía ver tras ella, nadie sabía lo que contendría esa cabina.
El doctor se encontraba relajado, con su sonrisa habitual, sin decir ni una palabra. El Señor H estaba nervioso. Pasaron unos segundos después del aterrizaje del corrosivo tanque, hasta que se abrió. La compuerta se movía a una velocidad muy reducida. De dentro, escapaba una gran cantidad de humo que recorría la habitación hasta desvanecerse. ¿Qué había tras ese humo? ¿Qué cosa se mantenía cautiva para ser usada en ese instante? Todas las preguntas del Señor H se responderían en cuestión de momentos, aunque de nuevo, más preguntas surgirían tras la revelación.
Mientras salía más humo, la sombra de un cuerpo podía verse entre esas nubes de vapor. Una pierna desnuda sería lo primero que asomaría el exterior. Era una delicada pierna, sin ningún pelo ni imperfección. Era delgada y femenina, para nuestro protagonista, muy atractiva. Todo cobraría sentido cuando el siguiente paso que haría ese ser, revelaría su aspecto al completo.
Como se sospechaba, lo que aguardaba esa cabina era una mujer. Sus proporciones eran dignas de modelo. En una ropa interior negra, esa chica se mostraba con una expresión corporal algo sumisa, confundida. Su piel era blanca y fina. Al igual que su pierna, carecía de imperfecciones. La chica era bastante delgada, con un abdomen plano que cualquier hombre querría recorrer con su mano. Aunque sin mucho pecho ni trasero, sus proporciones la hacían ver estética y atractiva. Su rostro no se quedaba atrás, teniendo unas facciones muy femeninas, pero con una marcada mandíbula. Sus labios eran delgados, su nariz pequeña y respingona, y unos ojos grisáceos que cautivaban a cualquiera. Además, su pelo era de un rubio casi platino completamente natural, cortado al estilo “bob clásico” con flequillo.
Cuando el Señor H vio a esa hermosa mujer, se quedó de piedra: pudo reconocerla. La chica estaba algo desorientada, tenía la vista cansada. De repente empezó a mirar fijamente al joven, el cual también reconoció y dijo su nombre. El doctor se limitaba a mirar la escena. —¡Darla! ¡¿Qué haces tú aquí?! ¡Doctor! ¿Qué se supone que es esto? No entiendo nada. —exclamó el chico. El doctor le respondió y le dijo que vino aquí para ayudarle. Él sabía que esa chica era compañera de universidad y también tenía conocimiento de que a él le atraía sexualmente. Según el hombre, haría mucho más fácil el proceso de inflación.
En cuestión de segundos, la chica se encontraba de rodillas en la entrepierna del Señor H. Este, completamente alterado, empezó a balbucear palabras que no acababan de tomar forma y a intentar cerrar las piernas, pero le era imposible en esa posición. Teniendo que aceptar su destino, el universitario presenció cómo la chica, con el mismo comportamiento sumiso, agarró el apéndice del joven y se lo metió en la boca, para proceder a soplar. Como si de un globo fuera, la chica empezó a soltar aire con fuerza dentro del trozo de carne. Al hacerlo por primera vez, el Señor H sintió ese soplido como una pequeña descarga eléctrica que empezaría desde su entrepierna hasta el resto del cuerpo. El Señor H estaba completamente incómodo, pero al mismo tiempo estaba excitado. Con miedo, miró hacia abajo para ver el estado de su extensión de carne. Pero al bajar la mirada, además de ver como esta había crecido un poco gracias al aire introducido por Darla, también se percató de que ella le estaba mirando fijamente a los ojos. Un micro ataque cardíaco se produjo dentro del joven, que tuvo que alejar la mirada a causa del (para él) agresivo contacto visual.
Darla continuó soplando, hasta que tras unos aproximadamente tres soplidos, su apéndice lucía algo venoso, y con una serie de marcas que ya definían al trozo de carne como un pene. Pero este era más grande de lo normal, algo desproporcionado, pero esto no iba a acabar. La rubia continuó soplando, ahora con más fuerza que antes. Entonces el pene se ensanchó salvajemente, era enorme. Los soplidos continuaron, y por el aumento de tamaño, la chica tenía que ir gateando hacia atrás para que el nuevo pene del Señor H pudiera extenderse con facilidad. Llegó a un punto donde su miembro medía aproximadamente más de dos metros. Y no solo era excesivamente largo, sino que también ancho. Darla vio que no podía aportar más con sus simples soplidos, así que finalizó la tarea, levantándose y dando unos pasos hacia atrás. —Tercer paso completado. — dijo el doctor, sonriente.
El Señor H, por su parte, estaba excitado de forma desmesurada, pero también espantado por lo que le hicieron en su cuerpo. Asqueado y caliente a partes iguales, esos sentimientos le produjeron un malestar tan grande a nuestro protagonista, que acabaría con él desmayado. Lentamente cerró los ojos, mientras que delante de él estaría el doctor, mirándole sonriente, y su compañera e interés romántico a lo lejos, con un rostro indiferente.
El tiempo que pasó el Señor H desmayado es desconocido, pero al despertar, una brisa de aire fresco acarició su rostro. Con los ojos entreabiertos, el universitario se dio cuenta de que ya no estaba en ese horrible y absurdo lugar, abriendo los ojos de par en par. Algo asustado, lo primero que hizo fue mirar su cuerpo de cintura para abajo. El joven pudo ver como llevaba sus pantalones habituales. Sorprendido, continuó con su exploración, bajándose los pantalones y mirando dentro de sus calzoncillos. Dibujando una gran sonrisa en su cara, el Señor H se daría cuenta de que sus genitales están intactos, igual que siempre. Mismo tamaño, con dos testículos, nada fuera de lo común.
Ahora tranquilo, miró a su alrededor y con una mano posada sobre su cabeza empezó a reír. —Así que todo era un sueño, ¡claro! ¿Qué iba a ser si no? —dijo aliviado de una vez por todas. Pero había algo que le desconcertaba y era el lugar donde había despertado. Él estaba tumbado en el césped, al lado de un árbol, en mitad de un pequeño parque natural. Al lado de este, se encontraba un gran edificio moderno que pudo reconocer al instante. Era la Universidad de Mánchester, su universidad.
Apenas estaba amaneciendo, así que el Señor H decidió ir a tomar algo en una cafetería, ya que estaba rabiando de hambre. Además, aún faltaba casi una hora para que las clases empezaran. Viendo que con él también se encontraba su cartera con todo lo necesario para asistir a la universidad, se dirigió a su local habitual. Tras el café y algo de bollería, se dirigió a sus clases con normalidad.
Aunque todo estuviera en orden, había algo que le perturbaba. A pesar de que todo fuera un sueño, en clase, no podía evitar sentirse afectado por lo que vivió al ver a la chica de sus sueños: Darla. Sentada cerca de él, el Señor H evitaba cualquier contacto visual con ella, por pura vergüenza. Sin embargo, la suerte no estaría de su lado. Antes de empezar la clase, mientras todos desempaquetaban su material, la mujer de piel perfecta llamó la atención del joven. Algo asustado por su aparición repentina, el Señor H le saludó, sin saber nada más qué decir por el nerviosismo. Ella le comentó: —Hola H, apenas hemos hablado, pero quería pedirte un favor. ¿Puedes dejarme los apuntes de derecho penal? —el chico se quedó embobado a causa de sus pensamientos cruzados, pero logró contestar. Inquieto, le contestó afirmativamente, mientras que empezó a buscar dichos apuntes en su archivador. La chica le dio las gracias.
Rebuscando entre sus apuntes, la chica soltó un quejido. El Señor H se alertó. Darla estaba ahora retorciéndose de dolor, con una mano en el vientre. El universitario se puso de nuevo nervioso, pero nada salía de su boca, estaba bloqueado por la situación. Entonces ella le dijo que le acababa de bajar la regla. Algo molesta, dijo que ahora se había manchado y que en los baños nunca hay papel, estaba perdida. Entonces el Señor H, ágilmente sacó un paquete de pañuelos y dijo: —Eh… Solo tengo esto. —a la chica le convenció. Agarrándole de la mano, le dijo que le acompañara al baño.
Temblando como gelatina, nuestro protagonista se encontraba delante de la puerta del baño, esperando a que la chica se limpiara. Si bien la situación era algo extraña y caótica, él no pudo evitar pensar en ella y en lo atractiva que lucía con el uniforme. Se excitó ligeramente.
En un momento dado, ella llamó al joven, pidiéndole que pasara dentro. Él se negó rotundamente. ¿Cómo iba a entrar al baño de las mujeres? ¡Era de locos! Pero ella insistió cada vez más y más. El Señor H no pudo contra la dulce voz de la chica y se rindió. Con disimulo, abrió la puerta de baño y la cerró rápidamente tras él. Pero cuando alzó la mirada, desearía haber entrado más deprisa. Delante de él, se encontraba Darla, semidesnuda. El estudiante no se lo podía creer, por un momento pensó que se trataba de otro sueño, pero todo se sentía demasiado real. Su ropa interior color blanco activaba sus instintos más primarios y sin pensarlo, se acercó a la mujer. Ella rozó su mano con la suya, acabando agarrándole la muñeca con ambas manos. Dicha acción acabaría con la mano del joven en el cuello de la chica que había dirigido ella misma, acompañado de las siguientes palabras: —Vamos, H, hazme el amor. —le empezó a aflojar la corbata.
El Señor H se quedó inmóvil, con la mano agarrando el fino cuello de la chica, mientras que ella le iba desabrochando la camisa. Sus hormonas estaban desorbitadas, ese momento es el que esperaba con ansias y con el que tanto había soñado. Ver el rostro de deseo de la joven a contraluz y su perfectamente esculpido cuerpo le llevaban a otro mundo. Pero tras tener toda la camisa desabrochada, el Señor H volvió a tener los pies en la tierra.
Descontrolado, se quitó el cinturón, y seguidamente los pantalones. Estaba inmerso en su fogosidad, hasta que se quitó los calzoncillos. Cuando dejó al descubierto su pene, ahora erecto, este creció formidablemente en un instante. Esa erección desmesurada haría que golpeara a Darla con el glande, lanzándole por los aires. El choque hizo que impactara contra la ventana, rompiéndola, y por ende, cayendo del edificio. Fue tan grande el susto, que cualquier ápice de excitación que tenía el Señor H desapareció, contrayendo de nuevo su pene sobrenatural. Él se asomó por la ventana y la vio en el suelo. Había unos dos pisos de altura, Darla no sobrevivió a la caída. El suelo estaba salpicado de sangre y la chica estaba boca arriba, completamente contorsionada.
Pocos instantes después, el Señor H desvió su mirada de la ventana para dejar de presenciar la horripilante escena. El universitario no sabía ni cómo sentirse. Sencillamente, se apoyó de espaldas contra la pared, puso sus manos sobre sus genitales, empezó a deslizarse hasta sentarse y entonces, empezó a llorar. Después de todo, ese “sueño” era más cierto que falso.
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